jueves, 14 de febrero de 2008

Vuela Alto Amada Ardilla


Calificación: Ilegible

Profesora: Brunilda

Surcaba los cielos lanzando una mirada en los valles con la visula de los dioses y el resplandor del sol sobre el río. Todo era como un concierto plateado de luz. Desde allí podía contemplar el nacimiento y el final del arco iris, el verdor del bosque, el azul del cielo y el dorado de las rocas. Era la sublimidad tomada en una mirada. La humedad de la zona y la salida del sol eran señales de que empezaba un nuevo día.

Después de dos meses de torrenciales aguaceros la capota que proporcionaba el albergue rapiño empezaba a despejarse; los vuelos habían sido cortos y ocasionaron abulia en los pájaros, que que también habían cambiado el color del plumaje y los tiempos recomendaban la necesidad de aventurar la búsuqeda de otros manjares.

Ese día el ánimo del águila estaba como la altura de su vuelo, tenía deseos inmensos de recorrer todo su hábitat, de visulalizar desde lo alto hasta el más profundo de los precipicios, de renovar sus recuerdos y de compararlos con sus sueños de la pasada temporada.

El águila surcaba los cielos a la velocidad de un rayo, cuando alcanzó a ver a una huidiza culebrilla. Celebró entonces que en la ocasión no tenía qué comer, la carne de rata que le había fastidiado era la única que podía conseguirse en los cortos recorridos del invierno anterior.
Empero, había llegado un verano de aventuras y esta presa, aunque pequeña, era buena para celebrar el inico de esa temporada.
Descendió velozmente. Un solo zarpaso y despegó con sus aceradas garras en posición paralela que presionaban mortalmente al indefenso reptil. Alcanzó la altura necesaria y planeó hasta su cazuela donde desgustó, junto a su pareja, lo que le día le daba para reponer energía y contemplar lo que Dios había creado para que todos los seres vivos jamás dudaran de su inconmensurable existencia.
En el otro extremo, y a igual altura de la meseta que delimitaba el valle alto y el valle bajo, conteplaba el espectáculo una escurridiza ardilla. Hacía meses que no la veía, pero era ella, pensó. Podría ser otra, pero su pasión por aquella altura la delataba; tenía un alma de volador presa en su cuerpo de roedor.
No entendía porque la creación había así dado una visulal tan amplia de la vida. Aquellos seres habían sido creados para verlo todo en un solo plano. Sin embargo, los de su especie sólo tenían la posibilidad de ver cuervas marrones y un poco de pasto. Cuando sentían amor, como era el que ella sentía por el águila, éste le permitía poder mirar más allá de lo que la naturaleza le daba.
El olor a barro mojado y a pasto húmedo era diferente al que percibía el águila, la qu edisfrutaba más de la niebla y el aire fresco. Aquello se percibia con todos los sentidos, El espectáculo de luz, olor y sonido era el milagro que Dios había seleccionado para los seres superiores. No había distribución equitativa, pensaba la ardilla, porque hasta en la naturaleza había privilegios. No podía distinguir si su amor era por el águila o por los dotes de ésta, pero, en fin, al menos disfrutaba la oportunidad de un verano más para verla surcar los cielos.
El águila emprendió su aterrizaje hacia el valle alto a la velocidad que caracteriza su estirpe. Sus patas ( o más bien garras) en perfecto alineamiento, sus alas con el grado de inclinación correcta y su visual fijada en su próxima presa: la ardilla. Esta observó el escenario; desde su posición sólo apreciaba las garras del ave. Los rayos del sol penetraban entre sus plumas y detrás el techo azul del cielo salpicado por copos algodonados de nubes dispersas. La precisión era perfecta. La presa sería fácil. El cálculo de último momento lo determinaría un movimiento de la ardilla hacia el oeste. A unos cinco metros estaba la cueva y el águila calculó el sitio exacto del encuentro mortal.
Todo estaba listo, Sólo faltaban segundos para el zarpazo mortal, pero no sucedió así porque la ardilla no se movía hacia el lugar programado. Transportó su memoria hacia el último instante de lo que habían sido los destellos más felices de su vida, un encuentro con el ser que amaba; estaba a menos de un metro de su idilio. La mirada fija de la ardilla, estremeció al águila, que en su estancamiento, inicialmente sintió como miedo; pero después comprendio que era algo más sublime.
Tocó tierra y fijó sus ojos de ser superior sobre la ardilla. Esta no se asustó, no destiló el olor del miedo y la superioridad del águila lo percibió.
- Hola - le dijo la ardilla al águila.
El águila se confundió. Nunca había podido comunicarse con un ser distinto. Y ahora, trató de articular palabra y le salió.
- Que pasó, no me temes? Vine a llevarte.
- A surcar los cielos? - preguntó la ardilla.
El águila quiso responder con la arrogancia de poder que lleva dentro, pero su corazón se enterneció y le contestó:
- Te gusta volar?
- Daría la vida por hacerlo.- dijo la ardilla.
- Yo no soy tu amigo - le contestó el águila.
- Quién lo determinó? Tu Dios no es acaso el mismo?
- No sé - dijo el águila. - Quieres probar?
- A volar?
- Sí, claro. Pero es riesgoso. Mis garras están preparadas para apretar.
- Yo me arriesgo - dijo la ardilla.
La ardilla se aposicionó como si supiera lo que haría el águila. El ave planeó y con la suavidad y la precisión de la perfección tomó a la ardilla por su cuerpo. Lo hizo con suavidad. El águila despegó de nuevo; aleteando, y alcanzó una pequeña altura. En la altura se vislumbraba el valle. El águila se acercó al precipicio y planeó. Aumentó y disminuyó velocidad como lo había hecho durante toda su vida. Hizo giros queriendo impresionar a su nuevo amigo.
- Esto debe ser el cielo! - exclamó la ardilla.
- Para míes la realidad, es mi diario vivir. No le encuentro tanta especialidad.
La ardilla no le entendía, pero disfrutó todo el espectáculo con la satisfacción de que lo hacía con el ser que amaba.
- Te conozco desde hace tres veranos.
- A mí? - preguntó el águila.
- Si te he visto siempre surcar los cielos, bajar al río, besar el agua y volver a tu nido.
- Lo hago con un esfuerzo grande, pues tengo que moverme a muchos sitios, algunas veces riesgosos, como lo es tu mundo. Por cierto, háblame de él - le pidió el águila a la ardilla.
- Mi mundo?
- Sí. Cuando pierdo una presa que la veo entrar en las cuevas tengo un deseo inmenso de conocer su mundo. Debe ser interesante.
- Yo pensaba que no - dijo la ardilla.
- Pues ya ves - dijo el águila -. En la rutina no hay belleza, hay costumbre; en lo nuevo siempre hay deseos.
El encuentro fue duradero, pero llegó a su final.
- Debo irme- dijo el águila.- Tengo la responsabilidad de alimentar mi hogar.
El águila se marchaba, ya iba un poco lejos cuando escuchó la voz de la ardilla que le preguntó:
- Te espero?
Lo sublime de su voz, la ternura de su expresión y la mirada de la ardilla le hizo sentir una sensación que no había experimentado nunca. No sabía si tomarlo por bien o por mal. Aunque su corazón latió de satisfacción, su conciencia lo intranquilizaba, ya que su naturaleza amorosa la determinaba su monogia, y esto le proporcionó esa noche sensaciones de agrio y dulce que desaparecieron al siguiente día, cuando retumbó en su mente la última palabra que había oído de un ser diferente.
- Te espero.
Sin embargo, esa palabra se convirtió en la despedida de muchos otros días. Fue un verano interesante. La felicidad de la ardilla era radiante; había logrado su sueño. Volaba a diario. Pero lo que era mejor, esta cerca del ser que amaba. Un amor sin límites, un amor sin egoísmos.
Para el águila, su felicidad era diferente; se unía con un ser que le hacía sentir especial, que le alegraba su cotidianidad, que le mostraba lo bello que era el mundo que a él, de por vida, le había pasado desapercibido.
Con la ardilla había penetrado a lo desconocido, pero ésta le había hecho cambiar su fidelidad crónica aunque, claro, de manera carnal era imposible, pero espiritualmente lo había convertido en un ser de excepción en su género. También le había hecho entender que todo era posible. Aunque su felicidad era plena, no era total, la descripción del mundo subterráneo de la ardilla le causaba deseos inmnensos de conocerlo, pero conocía sus limitaciones y sabía que era imposible.
Un día el águila salió más temprano que de costumbre, con la reprensión de su pareja, que le requería mayor responsabilidad, y recriminándole que se había descuidado del hogar.
- Vuelvo temprano- le dijo al salir.
La ardilla lo esperó en el sitio de costumbre. Se preparaban para disfrutar plenamente; el verano estaría terminando y volvería el período de alejamiento. Surcaron de nuevo los cielos. Las molestias iniciales de la colocación de las garras en la ardilla habían desaparecido, el frágil cuerpo de ésta se había acostumbrado. Volaron alto y bajaron al río; se posaron sobre rocas y recorrieron con esplendor todo el paraíso visual.
Durante una de sus maniobras de vuelo, el águila alcanzó a ver a su pareja que se acercaba; él titubeó, lo cual fue apreciado por la ardilla. Producto del cambio, aunque no podía observar lo que miraba su amado, pudo sentir el dolor de la presión de las garras del águila. La distancia entre los dos seres voladores era cada vez menor como cada vez mayoer era el dolor de la ardilla. Ya habían traspasado los cayos formados en aquel verano y su asfixia era ya un hecho. Con su voz moribunda y con la mirada fija en el águila, que perturbado por la ocasión, hacía galas de sus instintos de cazador y fiel, entre lágrimas soltó un último suspiro.
- Siempre te amaré- le dijo.
Y con el grio final de desesperación abandonó el mundo, como siempre lo había soñado, volanto alto.
El águila llegó hasta la cercanía de su pareja, que observaba la escena con la normalidad de la rutina cumplida: su diaria misión de llevar de comer a su hogar. El águila, cuando estuvo cerca, reaccionó; entonces comprendió su realidad y, horrorizado, soltó a su ya también amado ser para sorpresa de su pareja. Entonces empezó a volar alto sin que su pareja comprendiera la situación.
Y ya en una altura fuera de lo normal emprendió su descenso de picada con la mirada fija hacia aquella cueva de ilusión. A la velocidad que nunca había alcanzado, introdujo su pico y cabeza en la cueva. Fue lo único que pudo entrar, su cuerpo moribundo quedó a la intemperie y su cabeza y cuello pudieron penetrar lo suficiente para poder percibir el olor a barro. Ante la mirada difusa de quien muere cumpliendo un deseo, alcanzó a decir:
- Yo también te amaré siempre.

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