jueves, 14 de febrero de 2008

Movilidad


-Esas son mis órdenes - le repito.

Y a seguidas le reprochó con tono enérgico y lleno de ira volviéndole a decir que se parara.

- No me voy a mover de aquí - le dijo Ramón al fornido hombre.

Este, deseando cumplir su misión en el menor tiempo, no obtemperó en pedir por tercera vez y sin la cortesía de la primera que desocupara el sillón donde estaba sentado el anciano.

- Me lo llevo con usted o sin usted - le dijo en tono amenazante. Fue una información dada de dorma molesta y por última vez.

- Usted es un fresco, y además usted está en mi casa - fue lo único que le respondió el anciano.

- Voy a terminar de hacer la mudanza.

La palabra mudanza, que retumbó en el oído del anciano, le hizo tomar una actitud soñolienta y de meditación. Se puso entonces como si estuviera soñando despierto. El recuerdo se le remontó a la infancia. El era uno de los hijos de una familia de riguroso batallar, de posición acomodada, pero aun así, sus recursos no le habían permitido comprar casa propia ni cambiar su mobiliario. Vivían en casa alquilada y constantemente tenían que mudarse, lo que verdaderamente le ocasionaba una gran decepción en su crecimiento.

Nuevo vecindario, nuevas amistades y los mismos muebles. Era un mobiliario que debía ser reconstruido después de cada mudanza.

"Mamá, mamá!", fue un grito de desesperación. Le salió para la tercera mudanza que él recordaba. Esa fue la bienvenida que le dieron en uno de sus nuevos barrios. Los más osados de los niños de allí le dieron a probar ajíes picantes diciéndole que eran cerezas.

- Ponle miel de abeja.

La hinchazón de su boca fue la primera característica del día siguiente; agraciadamente fue algo que duró poco tiempo. En el vecindario, por ese caso, le pusieron "Ramón el bocú". De eso hacía ya más de 60 años y lo estaba recordando como el primer día. Después le vinieron recuerdos más recientes, pero aun continuaba en su trance.

Fueron más de diez mudanzas antes de poderse enamorar por primera vez; esa vez le tocó en Ciudad Antigua. Allí, entre casas coloniales, conoció el amor, vivió su primer beso. Su primer encanto, pero no duró mucho.

- Mi amor, nos están pidiendo la casa, el dueño la quiere para poner un negocio con unos dentistas americanos. Dicen que nos dan dos meses para desocuparla - le dijo la mamá al padre de Ramón, un mes después de él formalizar sus primeros amores de manera clandestina con una chica del vecindario.

- Bueno, Vidal tiene una casa en las afueras de la ciudad. Es grande y tiene mucho patio. comunícales que en quince días nos mudamos.

Así murió su primera ilusión. Más de seis kilómetros de separación alejaron un amor que perduraría en su mente.

El peón de la mudanza, después de ver por unos minutos al anciano soñoliento, decidió continuar con su misión.

- Señor, lo voy a mover, no quiero lastimarlo - le repetía el fornido moreno a Ramón.

- El está como soñando - le dijo a su capataz - Déjalo; déjame hablar con la señora, quizás ella lo convenza - y se dirigió donde ella, que estaba regando unas orquídeas en el patio.

La fortaleza de la entoncación no perturba en nada el pensamiento de Ramón. El volvió a encumbrarse; era una actitud que había tomado justo cuando llegó a la casa de las afueras de la ciudad. Allí había patio, tranquilidad y se respiraba aire puro. Las guaguas del colegio lo pasaban a buscar a las seis de la mañana. Había que madrugar; para ello tenía que acostarse antes de las seis de la tarde, pues en toda la esquina quedaba una gran estancia de un general activo, y con tal suerte que sacaban a pasear unos perros San Bernardo del tamaño de caballos y todos los niños del sector le temían.

- Suerte que esto sólo duró seis meses - dijo en alta voz Ramón, lo que asustó al hombre de la mudanza.

- Llama pronto a la señora, mira a ver lo que va a hacer con el viejo, parece que está delirando.

Las mudanzas de su vida continuaron en la mente de Ramón.

De la tranquilidad pasaron al bullicio en pleno centro de la ciudad, a dos esquinas del mercado, con líneas de carros justo frente a la puerta en la acera. Pronto tuvo nuevos amigos, gracias a Dios, del mismo colegio. Allí Ramón sonrió, recordó que fue en ese lugar donde se inició en la práctiva del amor. Esta vez duraron mucho tiempo para volver a mudarse.

La concentración fue interrumpida por la señora, que descontinuó su poda de rosas en el paito para atender a su adorado marido.

- Mi amor, deja que se lleven la silla - le dijo Altagracia con voz amorosa, para traerlo a su realidad -. Ven cariño, párate por favor, que el señor tiene que hacer su trabajo.

- No me mudo, coño, no me mudo más. te dije que no me mudo más.

Fue la batería de palabras con que Ramón le respondió a Altagracia.

- No es como tú lo ves - le dijo Altagracia.

Ramón calló de nuevo en su estado de inconsciencia anímica y recordó cuando se mudó en Bella Vista. El fue el que localizó aquel chalet. Su mamá estaba orgullosa.

- Esta debe ser nuestra última morada alquilada. De aquí debemos salir para una casa propia - le dijo la mamá de Ramón al papá.

Pero no fue así, nueves meses después el teniente de la Policía que era dueño de la mansión regresaba del traslado a Jimaní. Lo había mandado para allá por mal uso de los fondos de la cafetería de la uniformada; pero había cumplido su castigo y solicitó de nuevo su residencia para vivirla.

- Mamá, encontré una casa en el sector del Millón, dile a papá para que vaya a verla - esa fue la noticia de Ramón ante la situación presentada.

- El Millón - dijo la mamá de Ramón-. Debe ser de millonarios.

- No mamá, es solo el nombre; se lo dieron porque se hizo sobre un millón de metros cuadrados. Pero allí viven maestros, empleados públicos y clase media. Además, el precio es razonable, y desde allí podríamos conseguir una segunda etapa que construye el gobierno y por fin parar este perigrinar.

La estancia allí fue duradera; las amistades fueron muchas. No cambiaron de sector en siete años, aunque dentro del mismo se hizo en dos viviendas. Ramón juró que cuando le tocara tener una familia trabajaría para comprar una casa y no se mudaría; eso era lo que no entendía ahora.

- Señor, por favor, no me ponga más difícil mi trabajo. Párese - le pidió por nueva vez.

Era una silla victoriana que tenía dos patas delanteras con la forma de las de un león, con chapados tiros de bronces en un entretejido de madera en el espaldar, la sentadera era de caoba maciza con pulgada y media; le sobresalían dos portabrazos que terminaban en forma redonda con el tallado en combinación con la pieza central del espaldar. Tenía el peso de un mueble costoso y lo delicado del diseño indicaba que era una verdadera pieza de colección. Esa era la diferencia entre los muebles de su casa paterna, que siempre eran los mismos y lo que cambiaba era la residencia.

Altagracia era una decoradora sin formación. Se había tallado una cultura de muebles adquirida en revistas especializadas y clásicas de decoración. Era una fanática de películas antiguas donde se deleitaba apreciando y comentando los mobiliarios. Cuando viajaba, su pasión consistía en visitar Antiques o ventas de garajes en ciudades geriátricas donde, por lo regular, compraba una que otra antiguedad. Sin poder evitarlo, se había hecho una adicta a la compra de mobiliarios antiguos, los cuales utilizaba para decorar su casa y desde allí venderlos. Se levantaba a las cinco de la mañana a mirar los clasificados y, algunas veces, ya a las siete de la mañana estaba tocando las puertas del ofertante, pues en el negocio había competencia, y ella no lo hacía por necesidad, sino por maña.

Ramón había cumplido su promesa. Su primer año de matrimonio trabajó como un loco, administró el mínimo centavo y con sus ahorros, a mediados del segundo año, se estaba comprando su hogar de donde no se mudaría jamás. Y así fue. Lo había logrado, pero la vida le había hecho una jugada que el no entendía.

- Ven, mi amor, te prometo que esta será la última vez - le dijo Altagracia a Ramón.

El obrero tomó su silla y la terminó de introducir en el camión. Una vez más Altagracia cumplía con su obsesión y Ramón, con sus setenta y cuatro años y su avanzado estado de Alzherimer, no comprendía.

En su casa materna, la de sus sueños, se mudaban siempre, pero los muebles permanecían igual. En su cas propia los que siempre se mudaban eran los muebles.

-Gracias, Altagracia. Dónde me siento? Por favor, será la última vez?

- Sí, mi amor- dijo Altagracia con voz melodiosa.

- Son sólo unos minutos; ya deben venir por ahí los otros muebles. Te vas a poner cómodo. Estoy segura de que te van a gustar. Tú vas a ver que preciosidades y al precio que los compré; son de locura y bla, bla, bla, bla, bla, bla, ...

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