jueves, 14 de febrero de 2008

Valió la pena


Otro día de tristeza para la presa Casilda Armenteros era presagiado por el zumbido de la brisa a través de los bambúes, el peculiar sonido de la lluvia sobre tehcados de zinc y el cantar de los ruiseñores con sus alas mojadas. Declarada culpable en primer grado por asesinato, había sio encarcelada desde hacía nueve días por orden del juez que llevó su causa.

El mallete sonó secamente sobre una masa compacta de madera y todo parecía que la sentencia sería semejante a la severidad del rostro del juez. Pero, para sorpresa de los presentes en la sala de audiencias, sólo impuso quince años de reclusión, cuando la morbosidad del pueblo apostaba a que serían treinta.

El Código Penal vigente ordenaba treinta años de reclusión por las características del delito. Sin embargo, el juez, en su íntima convicción, había observado que los quince años de diferencia compensarían el martirio que significó para Casilda el tiempo que le tomó poner fin a su agonía.

Entre sueños experimentaba una trsiteza dulce y sin la amargura de aquel dichoso día en que decidió terminar con la vida de Don Pedro Alcarrizo. Cuando despertaba ahí estaba el carcelero que la había hecho sentir relativamente feliz durante los nueve días de reclusión que antecedieron el dictamen del juez.

La elegancia y porte viril del carcelero la cautivaron desde el primer día en que ingresó a la presión, hasta convertirse en el único hombre al que Casilda le había tomado alguna confianza a lo largo de quince años. Ella no estaba dispuesta a permitir ni siquiera que el fantasma de tan triste situación jamás dañara la pureza de ese momento. Le encantaban las manos ágiles del carcelero cuando cubrían toda su geografía corporal y ella sentía las caricias interminables y envolventes entre el intenso olor a hombre y las insinuaciones sugerentes del varón que se disponía poseerla.
Cuando Casilda sintió otro cuerpo en su cuerpo y lo midió con el instintio, supo entonces del dilatado y descomunal valor de su contextura. Lo disfrutaba plenamente mientras más saboreaba sus carnosos labios, esos que ahora se les antojaban más pronunciados que los días procedentes.

El carcelero estaba dentro de ella y ahora el alma le funcionaba sin obstáculos, sin dolor, sin rencor. Esa misma alma se movía sobre ella con perfecta entonación y sincronizada armonía. Para cada espacio cóncavo hubo un convexo sintiendo en cada movimiento la penetración perfecta de su pasión.

Apenas fueron unos minutos supeditados a los deseos reprimidos que descendían como cataratas poco antes de sentirlo desfallecer. Llegó el clímax por primera vez hasta disminuir el espacio interno que conoció sin retrasos y en el momento oportuno.

Casilda comprendió entonces que había superado el trauma de quince años tras hacer el amor con tanta calidad y tanta entrega. Ya no s e trataba de aquel acto libinidoso; ya todo sería consagrado en su sentimiento como un acto de contricción: "valió la pena".
Justo quince minutos después de las seis de la mañana cantó el gallos y se agolparon los recuerdos inmediatos, que no así la estrujada evocación de aquel instante, que no la atormentaría jamás.
El carcelero también había sido impactado al reflejarse en la desconcertante mirada de Casilda y apreciar el monumental y definido cuerpo de una mujer de veintiocho años a la cual ofrecía un transitivo calor humano, mientras cumplía el deber de llenar el formulario de entrada a la cárcel.

Aquella muestra de comprensión del carcelero le pareció diametralmente opuesta al tratamiento que le dispensaron en la Cárcel Preventiva de Mujeres, y le dio gracias a Dios por la grata impresión recibida en la penitenciaría definitiva. Allí tendría que pasar quince años de su vida o la mitad, quizás, si observaba buena conducta, como la había motivado el juez que la sentenció.

Su mirada parecía inexpresiva, como si sospechara que una voluntad novedosa y extrapersonal dominaría su pasión, lacerada aún por la trsite remembranza que desgarró su vida.

Sería las sesis de la mañana; mientras el sol aparecía tímidamente en el horizonte, Casilda se acercó sumisa al carcelero y ahora dueño de su amor y lo besó dos veces. Su ternura rasgó el velo gris de aquella hora confundida entre la penumbra de la madrugada y la luz del sol.

Ambos se dejaron llevar por la cada vez más demandante pasión que les provocaba incontenibles e inevitables suspiros, y por un instante recordó aquel día desgraciado que Pedro Alcarrizo humilló su dignidad.
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Seis meses atrás

Cuando Pedro Alcarrizo agarró su gallo, un canelo de linaje ilustre y doce peleas ganadas "al tiro", presintió que el veterano ejemplar de múltiples jornadas no regresaría, pero nunca se imaginó el gallero que tenía sus horas contadas.

Ese día tomó un buche de agua y roció al animal; luego lo secó pluma a pluma, y le pasaba la mano por el lomo prolongándola hasta las plumas de la cola. Entonces lo soltó y el gallo comenzó a caminar en círculo. Al acto desató un gallo cinqueño de la traba y lo "topó" con una mano para chequear sus reflejos.

Se trataba de un ritual que empezaba los domingos en el patio de su casa, continuaba en la gallera y habitualmente finalizaba tarde de la noche en compañía de una buena hembra dispuesta a saciar sus caprichos de macho enriquecido. Esa era una conducta de más de treinta años. Si era una mujer nueva, mucho mejor. Muchas de ellas habían sido vírgenes y a más de cinco se lo había hecho en contra de su voluntad. Entre estas últimas estaba Casilda Armenteros, que ese domingo acabó con la vida de Pedro Alcarrizo.

Quince años atrás

Casilda había desobedecido varias veces la sugerencia de su madre.

- No esperes a que oscurezca niña. Baja a la rigola y busca el agua para bañarte, que ya está bueno de juegos.

La niña se columpiaba en una soga que había colgada de un árbol y amarrada a una tablita. Serían las cinco de la tarde cuando decidió bajar al río. A una distancia apreciable, Pedro Alcarrizo la vio pasar. El alcohol obnubilaba toda su cabeza y unos minutos después bajó por el sendero, estrecho y compacto, de verdoso follaje. Antes de llegar la vió completamente desnuda, con una vellosidad incipiente en su parte femenina, con unos pechos recién nacidos, turgentes, tiernos, rosados, y con las formadas curvas de una mujer que se aproximaba en ella.

Pedro se desnudó completamente antes de llegar hasta la joven. La acción tomó de sorpresa a Casildita, quien se sumergió en un silencio sordo y pesaroso. Un silencio que fue roto segundos después cuando el animal golpeó a la joven, quien no gritó porque el miedo se lo impidió.

La atrajo violentamente hacia su prostituida anatomía, no tuvo que despojarla de nada, excepto un prendedor en su pelo en forma de mariposa de plástico rosado. De inmediato se sintió en el bosque el jadeante, sostenido y primitivo quejido del placer robado.

Para Pedro Alcarrizo fue un instante; para la inocencia de Casildita una eternidad. No lo entendía, no sabía lo que había pasado, pero era doloroso, muy doloroso espiritual y corporalmente. Al término, Pedro extrajo su carnoso, enorme y aún viril miembro, que estaba sangrado, como las piernas de Casildita. Se desmontó de ella, la soltó ya saciado, y entonces ella corrió y corrió, hasta llegar, ya oscura la tarde, a su casucha de tablas de palma.

Entonces lloró, lloró impotente y desconsoladamente, con inevitables quejidos que lograba sofocar con su muñeca de trapo colocada en la boca. Pero, como si le llegase una madurez instantánea e inusitada, limpió sus piernas, humedeció su cara, enjugó sus lágrimas, y nació en aquel y aquel día el odio más grande que corazón alguno podía contener. Fue un odio que se agigantaba diariamente y que sólo murió justo cuando Casilda Armenteros mató a Pedro Alcarrizo.

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Meses atrás

Casilda nunca supo razonar por qué la decisión de tomar una navaja para consumar su venganza. No recuerda en qué momento la tomó y tampoco sabía que el día en que se encontró frente a la Gallera Municipal su decisión estaba mentalmente determinada.

Pedro Alcarrizo llegó con sus subalternos, que cargaban más de seis ejemplares. Uno de ellos, "El buzo", lo llevaba el propio Pedro con él y al mismo le haría ese día su mejor apuesta. Era día de San Andrés y hasta el vestuario era especial en la tradicional fiesta.

Estaba sobria, su primer trago lo consumía siempre en la gallera. Venía perfumado y atildado con un sombrero de media ala; venía encima de un precioso caballo que le daba el toque señorial que envanecía su ego.

El plumaje de su paladín invicto era nuevo y diferente al gallo que, en la pasada temporada, cubrió su fama de criador de buenos gallos. En esta oportunidad salía al ruedo después de un merecido asueto, su trofeo, si resultaba triunfante, sería un retiro honorable como buen padrote.

-Gana hoy, Chulo, y a darte gusto por siempre - arengó Pedro Alcarrizo a su valiente canelo.

Su asiento permanecía reservado, como siempre, en primera. Allí tenía espacio suficiente para poder levantarse, moverse y hacer las gesticulaciones propias de ese pasatiempo, costumbre de todos estos pueblos.

Desde esos asientos, uno de los cuales ocuparía Pedro Alcarrizo, se podían ver los jugadores de clase que se despeinaban, se volvían a peinar, sacudían sus manos, vociferaban, se enredaban la soga con que amarraban los gallos y se la pasaban por la boca, por las orejas, porque entendían que les daba suerte. Eso era parte del ritual que les reducía sus energías. Tenía allí asientos de primera, junto a Pedro, el Gobernador, y alos Regidores el Turco de la tienda, y el Arrocero. Eran jugadores de plumas, no de oídas, como la mayoría de los presentes.

Cuando la ceremonia empezó, Casilda no pasó desapercibida.

- Y este hembrón? - preguntó el Gobernador a Pedro Alcarrizo.
- No sé quien es - contestó Pedro Alcarrizo.
- Debe ser nueva o anda detrás de alguien.
- Pero no hay dudas de que se ve bien la muchachona.
- Da buen caldo ese gallinón.
- Ponte en lo tuyo, para que no te hagan una fullería - acotó el Turco.
Había doble motivo para lucírsela, dos peleas habían pasado cuando entró a valla "El Buzo", el pupilo de Pedro Alcarrizo. La confusión era total, dos patadas en pleno buche del contrario.

- Diez a dos!
- Voy!
- Se duplica! - dijo otro.
Ambos eran diestros, pero el gallo de Pedro Alcarrizo era un maestro; estudiaba a su contrario. La pelea estaba en sus buenas, la emoción intensa, el bullicio insoportable y entonces, llegó la hora.

Casilda sacó su navaja en el mismo momento que "El Buzo" se elevaba y daba a su contrario un "golpe de bolsón". En ese mismo instante de emoción Casilda atravesaba la yugular de Pedro Alcarrizo, quien pataleó primero en su silla y luego en el piso, ante la emoción total de los presentes. Todos emocionados por la tremenda pelea de "El Buzo", y Casilda feliz por haber consumado su venganza.

Sólo pasaron unos instantes de confusión; después llegó la calma y el esclarecimiento de la situación. Casilda se dejó hacer presa sin ofrecer resistencia y sólo atinó a recoger del piso la traba que se llevaría como trofeo. La comparó con la que Pedro Alcarrizo dejó en el lugar el día que la anotó en sus estadísticas de macho violador.

Pedro Alcarrizo fue trasladado al dispensario médico, pero no llegó con vida. Sus últimas palabras fueron:
-Ya me acordé de ella.

***
Tomado del interrogatorio de Casilda
- Decimonovena pregunta: Desde cuándo tomó usted la decisión de matar a Pedro Alcarrizo?
- Lo odié desde aquel funesto día, pero la decisión de matarlo vino muchos años después.
- Cuándo?
- No sé, quise olvidar el hecho, pero no pude. No he podido rehacer mi vida. Me formé orgánicamente como mujer dos años después; nunca he podido estar con un hombre; muchos se me han acercado y hasta les he creído, pero cuando se acercaba la hora no podía.
- Sin embargo, usted estudió, se pudo educar y no presentó trauma.
- Sí,m me trasladé a la ciudad a los dieciocho años y me gradué de bachiller a los veintitrés años, bastante tarde, después estudié Mercadeo.
- Pero usted tiene que tener una idea. Tomó la decisión de hacerlo el mismo día que lo mató?
- No, de eso si estoy segura. Por lo menos dos años antes ya la decisión estaba tomada. Por lo aprendido en la ciudad y en el medio sabía que lo que había hecho Pedro Alcarrizo era horrendo, pero en mi interior pensaba que había sido por ignorancia, por machismo o por razones regionales y culturales. Sin embargo, hace por lo menos dos años supe que su hija había sido violada y que Pedro Alcarrizo se enfureció y quso matar al violador, entonces dejé de justificar su brutalidad, y a partir de ahí empecé a planificar.
-Planificar? Usted está consciente de que matar y planificar para matar no es lo mismo en nuestras leyes?
- Sí, lo sé. Si lo que usted quiere sacarme es que lo planifiqué, pués lo planifiqué y durante mucho tiempo, porque llegué a entender que si no lo hacía, no iba a poder vivir tranquila jamás.
- Usted dice que lo planificó durante un tiempo?
- Si, desde el momento en que empecé a comprender que esos homrbes son formados como animales en esas comunidades y que las circunstancias lo fuerzan a obrar de ese modo, pero dejé de justificarlo cuando supe que le dolió lo que le pasó a su hija.
- No fue la violación de la hija de Pedro suficiente castigo para él?
- Quizás, pero yo lo maté pensando en mí. En borrar ese fantasma de mi vida, bien o mal, pero lo logré.
- Qué más recuerda de ese día?
- Fue y es todavía el día más horrendo de mi vida, aún cuando al principio traté de olvidarlo, no pude y al final no me ha importado, porque lo siento como parte de mi vida. Es más, yo guardo los trofeos al odio que sentía por Pedro Alcarrizo, una mariposa de plástico que tenía colocada en la cabeza representa mi inocencia, y una soguita de amarrar gallos que él dejó, representa mi odio.
- Para concluir, señora Casilda Armenteros, admite usted haber dado muerte a Don Pedro Alacarrizo, con planificación, en el día citado?
- Sí, señor.

***
El día del juicio
Lloró desconsolada, más aún cuando las leyes eran claras; su confesión había desestimado las pruebas. Se ganó al juez y hasta a un abogado de oficio que había representado a la parte civil constituída, todos, pero especialmente al juez. A este le comunicó su testimonio lo doloroso que había sido la vida de una inocente, cómo cambiaría en un segundo, y sin proponérselo demostró que su vida desde aquel instante había sido una tortura y una prisión desde hacía quince años.

La sentencia
Asesinato con premeditación y alevosía, mereciendo pena máxima de treinta años, que empezó a cumplirse no el día del asesinato de Pedro Alcarrizo, sino el día de la infracción del occiso. Pero dictó quince años de prisión, sin fianza en los primeros cinco años y con posibilidad de pena reducida según comportamiento en seis años.

La sentencia fue extraña, y quizás habría sentado jurisprudencia, pero la motivación del juez fue clara. Nadie la objetó. Ni siquiera la hija de Pedro Alcarrizo, que se había convertido, por cumplir, en parte civil. Ella sufrió el juicio como si fuera Casilda, de hecho había estado allí sólo por satisfacción a su familia. Total, ella odió aquel animal quizás más que Casilda Armenteros.

***
Ese día

Pasaron cinco minutos antes que el joven carcelero se incorporara de nuevo e iniciara el camino hacia otra relación. Esta vez no fue con tanta energía, quizás hasta hubo algo de amor. Las caricias fueron tiernas, fue más largo el terminar, tan intenso como el primero, eran expertos en darse placer. Cuando él descansó de nuevo sobre ella, los orgasmos de Casilda fueron tantos y con tanto placer como no los había sentido jamás; súbitos, intensos, como no los había tenido nadie por primera vez, y allí entonces se borraron sus malos recuerdos. Mientras el carcelero dormitaba dio gracias a Dios. Entonces, como algo que salía desde muy adentro, expresó sonriente: "Valió la pena".

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